Los salvadoreños nunca tuvimos, en el pasado, prácticas democratizadoras y democráticas que fueran estables y saludables. Así vino un conflicto bélico interno, que por fortuna concluyó en un Acuerdo de Paz, que fue internacionalmente reconocido y valorado; pero el proceso posterior no fue ni es aún una muestra de buen gobierno y de sana convivencia.
Allá en los años 50 del siglo XX, que fueron los que me vieron crecer desde la niñez hasta la adolescencia, las realidades en el mundo eran muy diferentes a las que se presentan en los momentos actuales. El mundo estaba dominado por los gestos y las gesticulaciones de las dos superpotencias imperantes: Estados Unidos y la Unión Soviética, y tanto el capitalismo como el comunismo se alzaban a su estilo en todas las dimensiones del quehacer global. Más de medio siglo después, las cosas han girado en forma insospechada.
Para empezar, las ideologías prácticamente han dejado de existir como tales y la dinámica globalizadora lo determina todo. En cuanto al poder, este por supuesto siempre existirá, porque es un elemento fundamental de la vida concreta en todos los órdenes, pero hoy lo que impera es la volatilidad generalizada, y esto lo que produce en primer término es una también generalizada inseguridad. Ahí tenemos ahora mismo el caso de la nación estadounidense, cuya elección presidencial ocurrida hace sólo unos cuantos días, ha recolocado en la posición mayor de la gestión ejecutiva a Donald Trump, que ya fue presidente desde 2016 hasta 2020, y que no se caracterizó por un ejercicio ordenado, respetuoso y visionario.
Pero volviendo a lo que ha venido pasando en nuestro país, como decimos en el título de esta columna: los salvadoreños nunca tuvimos, en el pasado, prácticas democratizadoras y democráticas que fueran estables y saludables. Así vino un conflicto bélico interno, que por fortuna concluyó en un Acuerdo de Paz, que fue internacionalmente reconocido y valorado; pero el proceso posterior no fue ni es aún una muestra de buen gobierno y de sana convivencia.
Esos alientos vivos a los que se hace referencia también en el título de esta columna siguen existiendo, y hoy con un arraigo superior en el ambiente, lo cual debe estimularnos e impulsarnos a seguir adelante, con todo lo que eso vale y representa. Los problemas han existido, existen y existirán, porque siempre están en la agenda de vida, y lo peor es negarlos o alterarlos sistemáticamente: lo sensato es reconocerlos y darles tratamientos efectivos, que parten del hecho de tener en todo caso la problemática en la mira, sin falta ni disimulo.
Hay, pues, que dedicarles la máxima atención que sea posible y factible, para que no se repita más la tendencia a encapsular los problemas y así poder improvisar las artificiosas soluciones. Lo que más urge, en cualquier circunstancia, es no cejar en el empeño de salir adelante con todas las de la ley.
La ley en vigencia debe ser nuestra principal acompañante y firme vigilante en todas las fases de este recorrido interminable por los terrenos del acaecer real, y es por eso justamente que nunca hay que permitir que la sana legalidad deje de imperar en todos los órdenes de nuestra vida como ciudadanos y como nación.
La llave maestra del progreso general se halla en ello, y jamás lo perdamos de vista. Hay múltiples argumentos sustentadores de tal concepción.
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