En el corazón de la capital pulula una comunidad de mapaches que ya se ha acostumbrado al casco urbano.
En el corazón palpitante de San Salvador, en su Centro Histórico, donde los edificios coloniales se mezclan con la modernidad, una camada de mapaches decidió abandonar la vida silvestre en las montañas a las afueras de la ciudad para adaptarse a un nuevo modo de vida: el urbano.
La primera pareja de mapaches en iniciar la aventura en la ciudad llegó hace un promedio de más de dos años según comentan los habitantes del Barrio San Esteban, ubicado sobre la sexta Calle Oriente a un costado de la parroquia Nuestra Señora de la Merced, donde inicialmente se reprodujeron pero ante la falta de cuidados de salud una primera camada falleció por intoxicación alimentaria.
Con el paso del tiempo una nueva camada volvió a surgir en la urbe de la ciudad después de un periodo de gestación de 50 a 70 días, los cuales nacen de preferencia en árboles huecos, en una cueva, una pila de maleza o en las grietas de las rocas, durante abril o mayo, de los cuales a la fecha se mantienen en la zona un total de nueve mamíferos entre adultos y cachorros que pueden llegar a un tamaño mediano a medir entre 40 cm y 55 cm de alto.
En su hábitat natural esta especie come de todo y en su estadía en la ciudad personas generosas se han comprometido con su alimentación brindando diferentes tipos de alimentos como carnes, pollo, croquetas, golosinas y su infaltable ración de agua diaria.
Los mapaches, con su inteligencia y adaptabilidad, aprendieron a convivir con los humanos. Con el tiempo, la gente comenzó a notar su presencia. Algunos los observan con sorpresa y otros con simpatía.
En las noches, los mapaches se acercaban sigilosamente a los balcones, donde los residentes dejaban algunas frutas, croquetas o pan al alcance de sus patas. Algunos niños, emocionados por el misterio de estos animales, los llamaban “los guardianes de la ciudad”, y les dejaban pequeñas ofrendas: entre las que destacan sus golosinas, restos de galletas o frutas.
Los mapaches, astutos como siempre, comenzaron a aceptar estos pequeños regalos con una actitud casi digna y ahora se han convertido en una parte más atractiva del paisaje de la ciudad.
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