"Aquellos que renunciarían a la libertad esencial para comprar un poco de seguridad temporal no merecen libertad ni seguridad", advirtió Benjamin Franklin.
No negamos la necesidad de seguridad. Todos deseamos calles tranquilas, sin temor a las pandillas que durante décadas convirtieron barrios y colonias en zonas de guerra, dominando la vida diaria con amenazas, violencia y salvajismo. Nadie quiere volver a eso, todos queremos vivir en paz. Pero la paz, para ser digna de su nombre, debe estar acompañada de justicia, derechos y la garantía de que ningún ciudadano inocente será sacrificado en nombre del “interés nacional”.
El régimen de excepción, implementado desde marzo de 2022, fue una respuesta directa a una emergencia real. Los resultados en materia de seguridad son innegables: según el Índice de Estado de Derecho del World Justice Project, El Salvador subió 22 posiciones en el rubro de orden y seguridad. Las tasas de criminalidad han caído y las calles, sin duda, han recuperado una sensación de placidez que parecía olvidada.
Pero en esta vida, nada es gratis. Más de 73,000 personas han sido detenidas, muchas de ellas sin el debido proceso. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha calificado de inhumanas las condiciones de su detención. Más de 200 personas han muerto bajo custodia estatal, según datos de CRISTOSAL, y las denuncias de violaciones a los derechos fundamentales son alarmantes. En justicia penal, El Salvador ocupa el antepenúltimo lugar a nivel mundial, superando únicamente a Bolivia y Venezuela (WJP, 2024).
A esto se suma un ataque sostenido contra la libertad de prensa, pilar esencial de cualquier democracia funcional. Según el Informe de la libertad y la seguridad del ejercicio periodístico en Centroamérica 2023, el 100% de los periodistas salvadoreños encuestados reportaron haber sido víctimas de cibervigilancia estatal. Entre las prácticas mencionadas se encuentran escuchas telefónicas, hackeos a cuentas de WhatsApp, el uso del software espía Pegasus, así como insultos y comentarios estigmatizantes. Este clima de intimidación no solo afecta directamente a los periodistas, sino que también priva a la sociedad de información crítica y objetiva, debilitando gravemente la capacidad de fiscalizar al poder.
En países como Venezuela, el control de los medios comenzó con restricciones legales y bloqueos a la prensa independiente, degenerando rápidamente en un entorno donde las voces críticas enfrentan cárcel, exilio o desaparición. En Nicaragua, el régimen de Ortega ha cerrado medios, encarcelado a periodistas e incluso despojado de su nacionalidad a quienes etiqueta como "opositores". Estas acciones han consolidado estados donde las violaciones a los derechos humanos, las ejecuciones extrajudiciales y la represión violenta contra cualquier expresión de pensamiento crítico se han convertido en prácticas de manual.
"Aquellos que renunciarían a la libertad esencial para comprar un poco de seguridad temporal no merecen libertad ni seguridad", advirtió Benjamin Franklin. La seguridad que destruye la libertad no es verdadera seguridad: es esclavitud disfrazada. Los que viven seguros, pero no libres, están encadenados, incapaces de decidir o cuestionar, reducidos a súbditos de un poder absoluto. Seguridad y libertad no son opuestos, son complementos esenciales de una vida digna.
Lamentablemente, en nuestro país se nos presenta una narrativa donde la seguridad es un fin que justifica cualquier medio. Pero esta visión es peligrosa: abre la puerta a convertir las excepciones en reglas y las medidas temporales en herramientas permanentes de control y opresión. Si no se corrige, corremos el riesgo de reemplazar el miedo a la violencia con el miedo al Estado.
Muchas veces, El Salvador parece condenado a tropezar una y otra vez con las mismas piedras, incapaz de aprender una lección que se repite generación tras generación: el poder, cuando no se controla, corrompe; y cuando corrompe, destruye.
La historia nos enseña los peligros de un poder descontrolado, pero también nos ofrece esperanza. Las crisis, bien manejadas, pueden ser catalizadores para un cambio positivo. Otros países han enfrentado dilemas similares y han logrado emerger fortalecidos.
La seguridad no tiene por qué ser enemiga de la libertad, ni debemos resignarnos a escoger entre una y otra. Es posible, y además necesario, construir un sistema donde ambas coexistan, reforzándose mutuamente.
Y para usted, ¿qué es la seguridad sin libertad?
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